«La brecha de la desigualdad no ha dejado de crecer desde que se inició la crisis. España es el país de la UE donde más familias se están empobreciendo.
Nuestra tasa de paro juvenil supera desde hace tiempo el 50%. Y el
problema del desempleo –no solo entre los jóvenes– se agrava con la
precariedad de los que trabajan y con el olvido de los que ni siquiera
quedan recogidos en las estadísticas oficiales.
La marginación, el paro estructural, la emigración, la falta de
oportunidades… contribuyen a crear un panorama cada vez más preocupante.
Los jóvenes son mayoritariamente una generación bien formada, aunque
sin acceso al trabajo ni a la vivienda. Y cada vez ven más difícil participar en una sociedad en quiebra: en quiebra social y laboral, y también en quiebra política.
La quiebra social, visible en la desigualdad, la creciente
indignación y los obstáculos para el desarrollo de la vida personal en
sociedad, se hizo más visible con los ataques al Estado de Bienestar. Y ha cobrado fuerza con los recortes en las políticas sociales. Pese a su inconsistencia, siguen vivos dos argumentos
que ya se esgrimían hace décadas para atacar a las políticas públicas.
Siguen más vivos que nunca, aunque en realidad son meros revestimientos
ideológicos que encubren la defensa de intereses privados.
Primer argumento. Las políticas sociales son responsables
de los déficits públicos; hay que recortarlas para salir de la crisis;
no podemos seguir sufragándolas. Todo eso es falso. Las
políticas sociales tienden a autofinanciarse, como se aprecia en las
comparaciones internacionales que recogen los Presupuestos de la Seguridad Social
española: en los países de la UE, incluido España, la recaudación en
concepto de políticas sociales es similar, e incluso superior, a los
gastos en políticas sociales. Las cotizaciones de empresarios y
trabajadores aportan más a las arcas públicas que los gastos que
implican las políticas sociales.
Las cifras medias de la UE-27 en los últimos años reflejan que los
ingresos sociales rondan el 30% del PIB, mientras los gastos sociales
representan alrededor del 29% del PIB. Así ha sucedido también en las
últimas décadas, cuando lo habitual era registrar superávits en la
Seguridad Social, incluso en España. Solo ahora esas cifras empiezan a
cambiar, por razones demográficas y por el espectacular aumento del
desempleo. Eso demuestra también la importancia de estimular la creación
de empleos de calidad, que contribuirían, además, a incrementar la
recaudación fiscal ahora y en el futuro.
Aunque en estricta lógica presupuestaria no sean comparables los
ingresos y los gastos sociales, no se puede acusar a estos últimos de
ser los causantes de la crisis fiscal, ni de la crisis. Además, aunque
no siempre se diga, el gasto social es proporcionalmente menor en
nuestro país.
Segundo argumento. Las políticas públicas son
ineficientes; el sector privado asigna mejor los recursos; hay que
reducir el tamaño del Estado para facilitar el crecimiento, la
competitividad y el empleo. Tal razonamiento carece de
soporte empírico: ni está demostrado que el sector privado es
necesariamente más eficiente, ni hay fundamentos para afirmar que las
políticas públicas influyen negativamente sobre la actividad económica y
el bienestar. Más bien sucede lo contrario.
Sin embargo, sí existe la certeza de que cuando el Estado y las
políticas públicas dejan su lugar a las empresas privadas, éstas tienen
más margen de maniobra y mayor facilidad para incrementar sus
beneficios, aunque no necesariamente mejoren los niveles de eficiencia,
ni las prestaciones a los ciudadanos, ni el desarrollo económico.
Hay múltiples ejemplos de ello, pero quizá uno de los más claros se
encuentra en los reiterados intentos de privatizar la sanidad pública
madrileña, que no han avanzado más por dos motivos: la movilización
ciudadana y la lucha de los profesionales del sector. Además de las
protestas, el acierto de la marea blanca
consistió en emprender demandas judiciales sólidamente fundadas, y en
pedir a la Comunidad de Madrid que demostrase con números el pretendido
beneficio de las privatizaciones. Las autoridades madrileñas fueron
incapaces de hacerlo: carecían de cálculos reales, y no era
políticamente correcto admitir que las privatizaciones solo beneficiaban
a algunas empresas y personas.
A la debilidad de estas argumentaciones
se ha unido otra mentira más, aunque gracias a su simplicidad también
ha calado profundamente en gran parte de la población, insuflando una
ilusión que no es más que eso, una falsa ilusión. Se trata de los
impuestos. En concreto, de un viejo mensaje que escuchamos con énfasis
renovado: ¡Los impuestos están bajando! También es falso, al menos en España, donde la imposición indirecta no ha dejado de crecer.
De hecho, el IVA es el impuesto que más ha aumentado.
Y esa tendencia hacia una menor equidad continuará, como se refleja en
los presupuestos de 2015. Pero la estrategia resulta coherente con el
objetivo de privar al Estado de sus funciones de legitimación social,
aunque se refuercen otras funciones orientadas a preservar el orden
interno y externo vigente.
En este escenario de recortes del bienestar y creciente regresividad
fiscal, las políticas sociales son cada vez más insuficientes para
combatir las desigualdades y la precariedad. Pero queda muy bien decir
que los impuestos bajan, aunque la presión fiscal suba, y aunque suba
sobre todo para las rentas del trabajo y los sectores de población con
menores ingresos. Por el contrario, las grandes fortunas y las grandes
empresas protagonizan el grueso del fraude fiscal y proporcionalmente pagan menos impuestos,
aunque sus tipos impositivos nominales sean más elevados. Son factores
que ayudan a explicar el paulatino deterioro de las rentas del trabajo
en la renta nacional; lo contrario de lo que está sucediendo últimamente
con las rentas del capital.
Ante tal panorama, parece muy moderno atacar sistemáticamente al Estado y sus políticas. Y es más complejo defender los valores de la cohesión y la solidaridad,
aunque pensemos que las políticas públicas pueden y deben ser más
eficientes y transparentes, además favorece la estabilidad y la equidad.
Todo esto resulta paradigmático en el caso de las políticas sociales,
dado que entre sus misiones figuran, precisamente, facilitar la igualdad
de oportunidades y combatir la exclusión. Más aún en situaciones de
crisis, desempleo y merma continuada de los salarios y las condiciones laborales.
A diferencia del sector financiero, las políticas sociales sufren
recortes continuados, impulsados por una austeridad mal entendida. Una
austeridad que las instituciones de la UE han convertido en su
desafortunada bandera. Con ello, las políticas sociales se están
convirtiendo en residuales, dentro de un Estado de Bienestar agónico. De un Estado
(a secas) que está renunciando a su capacidad de actuar frente la
desigualdad y la precariedad crecientes. De unos gestores públicos que
se decantan por facilitar la acumulación privada de capital, en lugar de reforzar los vínculos entre ciudadanos e instancias gubernamentales (incluidas las instituciones europeas).
EcoNuestra
José Antonio Nieto Solís
Profesor titular de Economía Aplicada en la UCM y miembro de econoNuestra
Lucía Vicent Valverde
Investigadora en el ICEI (UCM) y miembro de FUHEM Ecosocial
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