«Con el
paso del tiempo se observa un agravamiento de las condiciones laborales
de los trabajadores. Ya no es que se hable únicamente de precariedad en
el trabajo, sino que es habitual escuchar el término “trabajadores
pobres”. En los últimos tiempos, la precariedad está siendo objeto de
amplio debate en los medios de información; no siendo ajena la academia,
que viene estudiando este fenómeno desde mucho tiempo atrás, al menos
desde el campo de la Sociología del Trabajo y de la Economía Laboral.
Dicho lo cual, parece pertinente ver el origen de esta situación,
incluso más allá del ciclo económico en el que estamos inmersos.
En mi
opinión, la génesis de esta precariedad no es otra que la introducción
de medidas flexibilizadoras en el trabajo. La justificación de la
implantación de estas medidas se halla, según el parecer mayoritario, en
que, a finales de los setenta y principios de los ochenta había entrado
en crisis el modelo taylorista de los “treinta gloriosos”; no existía
suficiente demanda de bienes y servicios, tuvieron lugar cambios en la
tendencia o moda del consumidor que buscaba la diferenciación y, por
consiguiente, no tenía sentido la producción en masa característica de
la etapa de producción taylorista. Además, el mercado cada vez era más
imprevisible, más turbulento, y la capacidad de respuesta de las
empresas debía ajustarse a éste, todo ello con base en la elevada
competencia proveniente de otras naciones. A pesar de que ésta ha sido
(y sigue siendo) la opinión mayoritaria, algunas voces se alzaron en
contra de esta justificación. Tal es el caso de Miguélez, que muestra
ciertas “sospechas” sobre dichas estrategias empresariales, indicando
que podría ser que las organizaciones o empleadores optasen por “producir
necesidades diferenciadas (…) o por el ánimo de reducir los costes del
trabajo e introducir criterios más ágiles de control” (Miguélez, F.
2004: 18). Es decir, que más que imposición del mercado, es una
imposición de las mismas empresas, que optan por elegir una determinada
estrategia empresarial (Lope, A., Gibert, F. Y Ortiz de Vallacian, D.
2002, en Marcos Santiago, R. 2003). En definitiva, el modelo de empleo
de la etapa posterior a la II Guerra Mundial, fundamentado en una norma
social claramente definida, y en la que la “dialéctica” entre capital y
trabajo corregía en buena parte las asimetrías de esta relación
(capital-trabajo), se quiebra. El modelo de esa etapa, como sostiene
Harvey, era aquél en el que “el Estado debía asumir nuevos roles
(keynesianos) y construir nuevos poderes institucionales; el capital
corporativo tenía que orientar sus velas en ciertos sentidos, a fin de
moverse con menos sobresaltos por el camino de una rentabilidad segura; y
el trabajo organizado tenía que cumplir nuevos roles y funciones en los
mercados laborales y en los procesos de producción” (Harvey, D. 1988:155).
Dicho lo cual, comienzan a introducirse cambios, entre ellos, cambios en las formas de organización del trabajo. La forma más popular fue la producción ligera (lean production) y técnicas parejas como el justo-a-tiempo (just-in-time), o también la aparición de figuras como los grupos autónomos o de calidad. Esta nueva forma organizativa buscaba, grosso modo, una ampliación y enriquecimiento de las tareas que realizaban los trabajadores, un aumento en la rotación de puestos, la consecución de la máxima participación de estos en las organizaciones, a la par que un incremento de su autonomía en el desempeño de sus cometidos. Ahora bien, todo ello sin salirse del marco lógico empresarial: el aumento de los beneficios. Parecería una suerte de humanización en el trabajo[1].
Dentro de
las prácticas empresariales encontramos aquéllas dirigidas a la gestión
de la mano de obra o de la fuerza de trabajo, aunque en términos de la
dirección (management) empresarial, se hace uso de otra
terminología: gestión de los Recursos Humanos. Y entre sus prácticas más
habituales está la flexibilidad. Pero, ¿a quién afecta esta
flexibilidad? Y, ¿el sujeto que debe “soportar” esa flexibilidad tiene
poder decisorio sobre la misma? A la primera pregunta parece obvio que
estamos hablando del trabajador, mientras que a la segunda la respuesta
tiene un sentido negativo. La decisión de que se implanten medidas
flexibilizadoras corre a cargo de los empleadores y no a los deseos o
intenciones de los trabajadores. No está en su poder la decisión de
estas medidas flexibilizadoras sino, en todo caso, asumirlas y
acatarlas. Es decir, si las acepta, trabaja; en caso contrario, la
organización puede prescindir de ese trabajador, y acudir al mercado
laboral en busca de aquellos que sí estén dispuestos a acatar o aceptar
esas condiciones, más si cabe en los tiempos que corren.
¿De qué
hablamos cuando citamos la palabra flexibilidad? Hay consenso en que
tiene un sentido polisémico (Martínez Pastor, J.J. Y Bernardi, F.
2011:383). Pero más allá de los intentos para conferirle un significado
que abarque todo su contenido, lo más habitual ha sido el
establecimiento de categorías o tipologías. Aunque hay diversidad de
opciones clasificatorias, en este caso, optamos por la propuesta de
Arincibia Fernández, que construye un modelo que incluye cuatro grandes
tipos de flexibilidad: de la organización productiva, de la organización
del trabajo, de la gestión productiva, y por último, del mercado
laboral (Arancibia Fernández. F. 2011). No obstante, y para el tema aquí
tratado, nos interesa la última: la flexibilidad del mercado laboral,
dentro de la cual nos encontramos con dos grandes subdivisiones: la
flexibilidad interna y la flexibilidad externa.
La
flexibilidad interna viene subdividida en flexibilidad salarial,
flexibilidad en los horarios de trabajo, flexibilidad en la jornada de
trabajo y flexibilidad funcional.
En cuanto a
la flexibilidad salarial se está refiriendo a las variaciones que
pueden efectuarse en las retribuciones de los trabajadores, y que, por
regla general, tienen lugar a través de la reducción de la parte fija
del salario y del aumento de aquellas partes que dependen de otras
variables, como puede ser la productividad; de esta forma, y según lo
haya establecido el empleador, éste puede determinar que el salario del
trabajador dependa de si ha existido un mayor o menor nivel en la
productividad, y, en función de ésta, se le otorgará su correspondiente
salario. Si prestamos atención al mercado de trabajo o simplemente
observando nuestro trabajo o aquél que tenemos cercano, veremos que es
una práctica muy habitual. En algunas ocasiones, un salario fijo (por
regla general, extremadamente bajo) y al que se le unen otros
complementos en función de ventas, de productividad, etc. Al trabajador
no le queda más remedio que intentar aumentar su productividad y cumplir
más allá de las exigencias de su trabajo con el fin de obtener un
salario medianamente adecuado.
La
flexibilidad en los horarios de trabajo. En este caso, el empleador
determina las horas de trabajo que debe efectuar cada empleado; de este
modo, la empresa, cuando observe o prevea una mayor demanda en
determinadas horas del día, lo comunicará a sus empleados y ajustará sus
horarios para la adaptación a dicha demanda. Esto obliga a una enorme
incerteza o inseguridad al trabajador, pues, por ejemplo, cualquier tipo
de conciliación queda supeditada a la decisión que tome la dirección en
torno al horario.
Flexibilidad
en la jornada de trabajo. Gracias a las posibilidades que confiere la
legislación laboral se puede hacer un uso de distintas modalidades de
jornadas, como por ejemplo el establecimiento de trabajos a turnos
(turno de día, de tarde o de noche), inclinarse por fijar una jornada
expandida (cuando se realizan más horas para poder cubrir un aumento de
la demanda), o bien una jornada reducida. La manifestación más habitual
de la jornada reducida viene de la mano de la contratación a tiempo
parcial. Esta práctica tiende a ir en aumento, pero porque así lo exigen
las empresas y no por decisión del trabajador. De hecho, según la
Encuesta de Población Activa (EPA), de los trabajadores a tiempo parcial
en el cuarto trimestre del 2014, el 63% lo hace en esta modalidad
porque no ha encontrado un empleo a jornada completa[2].
Otras manifestaciones de esta flexibilidad las vemos en las jornadas
variables y en las jornadas anormales (véase trabajo en horarios
nocturnos o en días festivos)[3].
Para
finalizar con la flexibilidad interna, nos fijamos en la flexibilidad
funcional. Aquí, el objetivo del empleador es tener a su disposición
trabajadores que estén dotados de polivalencia para así poder desempeñar
multitud de tareas dentro de la empresa. Posiblemente, este tipo de
flexibilidad parece positiva, pues elimina el carácter rutinario y la
monotonía de algunos puestos de trabajo. Cuestión diferente es si esa
polivalencia y multifuncionalidad se ve recompensada de alguna manera al
trabajador.
Por otra
parte, tenemos la flexibilidad externa, aunque también suele recibir el
nombre de flexibilidad numérica. Se traduce, en esencia, en que el
empleador tiene la capacidad para aumentar o disminuir la mano de obra
que emplea. El empleador puede echar mano de las diferentes modalidades
de contratación que procura la legislación para adecuarse a sus
necesidades. Dentro de esta flexibilidad se encuentra la posibilidad de
prescindir del trabajo o de los servicios que presta el trabajador, es
decir, recurrir al despido. Nada impide la rescisión del contrato de
trabajo, hallándose libre para efectuarlos si así lo considera
pertinente; argumento aparte es que el despido sea gratuito, o sea más o
menos oneroso para el empleador.
Si hacemos
un balance acerca de las tipologías de flexibilidad, parece
desprenderse que lo que trae parejo es un mayor grado de inseguridad y
peores condiciones en el trabajo. Si con las medidas flexibizadoras se
quería corregir las incertidumbres del mercado, esto no se ha
conseguido. Lo que ha tenido lugar ha sido un desplazamiento o traspaso
de estas incertidumbres a los trabajadores.
Todo lo
dicho hasta el momento liga con la precariedad laboral, que avanza no
sólo por los cambios que provienen del seno de las empresas, sino
también por el marco regulatorio que lo permite. No en vano, las
reformas laborales han ido en esa dirección. En conclusión, la
flexibilidad es parte de la causa de la precariedad o es la otra cara de
la moneda de ésta. Un aumento de la inseguridad tanto en el trabajo
como en el empleo, peores condiciones de trabajo, bajos salarios,
pérdida de derechos laborales….éstas son algunas de las características
de la precariedad en el trabajo, que es tónica habitual en el Estado
español. Sin olvidar el recurso abusivo a diversas modalidades
contractuales por parte del empresariado (ya no sólo hablaríamos de los
contratos temporales “clásicos”; otros tipos como el fijo-discontinuo
merece atención aparte, sin tampoco olvidar ese recurso de los falsos
autónomos), que en nada otorgan seguridad al trabajador; o incluso la
externalización o subcontratación, que es otra estrategia en la que la
empresa, nuevamente, se desprende de las inseguridades y se las
traslada, en última instancia, al trabajador.[...]»
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