«Lejos del fin de la historia, el poder
mundial atraviesa una crisis compleja: entre la decadencia de la
hegemonía estadounidense y un incipiente multilateralismo.
El 9 de noviembre de 1989 cayó el Muro de Berlín. Poco después el
contagio o efecto dominó derrumbaría ya no muros sino a los regímenes
supuestamente socialistas erigidos como resultado de la nueva
constelación geopolítica emergente a fines de la Segunda Guerra Mundial
hasta que, entre fines de 1991 y comienzos de 1992, el proceso
culminaría con la desintegración de la Unión Soviética. Estos
acontecimientos dieron lugar a eufóricas declaraciones por parte de
gobernantes, políticos, periodistas e intelectuales del mal llamado
«mundo libre»: fervientes promesas de paz y prosperidad se escuchaban en
Washington, Bonn, Londres y París, las que en el asfixiante clima
neoliberal de los 90 se repetían hasta el hartazgo en América Latina y
el Caribe.
En esta fragorosa batalla de ideas pocos textos pudieron captar el
clima ideológico imperante en las metrópolis del capitalismo con más
precisión que el libro de Francis Fukuyama, El fin de la historia y el
último hombre, originalmente publicado en 1992. En esa obra se
argumentaba que la Guerra Fría había terminado, y que su resultado final
marcaba el triunfo definitivo de la democracia liberal y el capitalismo
de libre mercado a lo largo y a lo ancho del planeta.
Un cuarto de siglo después las tesis centrales del libro fueron
impiadosamente refutadas por la historia: primero, ésta no terminó sino
que se aceleró, tornándose a la vez más compleja y truculenta. La Guerra
Fría, luego de un paréntesis, retomó impulso con la renovada virulencia
que vemos en estos días; y ni la democracia liberal ni el capitalismo
de libre mercado han triunfado. Por el contrario, atraviesan una crisis
que no pocos se atreven a calificar de terminal. Surgen teorizaciones y
prácticas que hablan de nuevas formas de democracia que superan las
limitaciones de su versión liberal (plasmadas, por ejemplo, en las
constituciones de Bolivia, Ecuador y Venezuela) a la vez que proliferan
los análisis que demuestran que el capitalismo ha chocado contra una
frontera ecológica insuperable.
¿Qué ocurrió después de la caída del Muro? En el plano estrictamente
doméstico, Alemania Federal anexó a la República Democrática Alemana y,
menos de un año más tarde, el 3 de octubre de 1990, el canciller Helmut
Kohl proclamó la reunificación. Ésta se llevó a cabo con un apenas
solapado ánimo de venganza. En los demás países, una vez desaparecida la
Unión Soviética, sus pueblos pudieron preservar su identidad nacional.
En el caso alemán, en cambio, la reunificación intentó borrar hasta las
más insignificantes huellas de la RDA.
Como comenta Maxim Leo, un joven periodista que creció en la RDA,
«nuestro país dejó de existir y nosotros también». Lo que vino después
fue una satanización de toda aquella experiencia, simbolizada en dos
detestables rasgos del viejo sistema: la Stasi, temible policía secreta,
el Muro de Berlín, y la rusticidad de los automóviles Trabant. ¿Hubo
algo más? Sin duda, y eso es lo que hoy en Alemania se describe como
«Ostalgia», porque «Ost» significa «Este» en alemán. ¿Nostalgia de qué?
De varias cosas: había trabajo para todos, la vivienda era barata, la
atención médica era gratuita y de calidad y existía un muy buen sistema
educacional accesible para todos.
Como recuerda el periodista Wolfgang Herr, «no todo era tan malo antes y no todo es tan bueno ahora». Pese a los «paisajes floridos» que demagógicamente prometiera el canciller Kohl (producto de la euforia del momento, según lo reconoció años después) aquellos paisajes todavía hoy no se divisan. La brecha que separaba las dos regiones antes de la reunificación apenas si se ha atenuado en algunos aspectos, pero se ha acentuado en otros. El ingreso per cápita de las cinco provincias orientales equivale a las dos terceras partes de sus congéneres occidentales, un aumento si se considera que antes de la reunificación eran el 43%, pero hace varios años que esta brecha ha dejado de cerrarse y parece haberse cristalizado en aquella proporción. Y la tasa de desempleo en el este es casi el doble que la registrada en el oeste.
Un año después de la caída del Muro, el 61% de los alemanes
orientales se consideraban a sí mismos simplemente como alemanes; cuatro
años más tarde este porcentaje se redujo al 35% a causa de la
desilusión causada por la unificación. Brechas que se acentuaron en
relación con los derechos de la mujer, el escaso apoyo en términos de
guarderías y jardines infantiles, acceso a la salud y educación. Una
encuesta revelaba, en 2009, que solo el 12% de los alemanes orientales
creía que se había alcanzado el mismo nivel de vida que en las
provincias occidentales, mientras que el 86% decía que no. Sin duda,
ahora gozan de libertades que antes no tenían pero en el capitalismo
alemán, como en cualquier otro, esas libertades tropiezan con enormes
dificultades a la hora de ser realizadas.
Pueden salir a voluntad de Alemania, porque ya no está el Muro, pero
sus ingresos no se lo permiten. Pueden ir todos los días al KDW, la
famosa tienda de departamentos que relumbraba como un sol del otro lado
del Muro, pero no tienen dinero para adquirir lo que allí está a la
venta.
Gasto militar
En el terreno internacional la caída del Muro fue el preludio del
derrumbe de la Unión Soviética y el inicio del breve y turbulento
«unipolarismo» estadounidense. Lo ocurrido en Berlín fue exaltado por
los tanques de pensamiento y los intelectuales orgánicos del imperio
como el alumbramiento de un nuevo orden mundial que, aseguraban, duraría
todo un siglo. Eso pensaban los integrantes del Proyecto del Nuevo
Siglo Americano, que habrían de sufrir un rudo despertar la mañana del
11 de setiembre de 2001 cuando todas sus ocurrencias, que no ideas, se
derrumbaron junto con las Torres Gemelas de Nueva York.
La caída del Muro y todo lo que se precipitó después modificó
radicalmente la realidad internacional. Los famosos «dividendos de la
paz» prometidos por George Bush padre y Margaret Thatcher, gracias al
fin de la Guerra Fría y la presunta disminución del gasto militar, se
esfumaron de la noche a la mañana.
Cuando se produce la implosión soviética, en 1992, el presupuesto
militar de Estados Unidos equivalía al de los 12 países que le seguían
en la carrera armamentista. Cuando en 2003 se decide la invasión y
posterior ocupación de Irak el gasto norteamericano ya era equivalente
al de los 21 países que le seguían en ese rubro.
Las complicaciones de esa guerra, sumadas a la intensificación de las operaciones en Afganistán, hicieron que, para 2008, el gasto militar de los Estados Unidos sólo pudiera ser igualado si se sumaban los presupuestos militares de 191 países. En 2010 la erogación estadounidense en armas y pertrechos ya superaba al gasto militar de todos los países del planeta, quebrando la barrera psicológica del billón de dólares. Otra consecuencia de la caída del Muro, en el plano internacional, fue desencadenar la expansión de la OTAN hacia el Este, desde las nuevas provincias alemanas y también desde países como Polonia y la ex Checoslovaquia y, en general, de todos los que tenían fronteras con Rusia. Proceso, vale aclarar, que en días recientes se acentuó con la instalación de nuevas bases militares en Letonia, Lituania, Estonia, Rumania y Polonia, países altamente dependientes del suministro del gas ruso.
El Muro de Berlín fue caracterizado por la crítica del «mundo libre»
como el «muro de la infamia». A lo largo de su historia (13 de agosto
1961 – 9 de noviembre 1989) murieron al intentar cruzarlo 136 alemanes.
Es el único muro del cual se habla, soslayando la presencia de otros que
demostraron, y demuestran todavía, ser mucho más letales que el alemán.
Piénsese que en el que separa Estados Unidos de México mueren cada año
cerca de 500 personas. Que hay otro muro de la infamia en la Ribera
Occidental, erigido por Israel para contener a los palestinos y cuyas
víctimas también se cuentan por cientos. El gigantesco Muro del Sahara
Occidental, construido por Marruecos, un incondicional aliado de
Occidente, para aislar a la región controlada por el Frente Polisario, y
el alambrado construido en Melilla para impedir que desde ese enclave
español los africanos puedan ingresar a Europa, son otros tantos
ejemplos de una infamia que es ocultada ante los ojos de la opinión
pública internacional. Sí, cayó el Muro de Berlín y se acabó su
ignominia, pero quedan varios en pie, solo que blindados por el silencio
cómplice del pensamiento dominante y su enorme aparato propagandístico
al servicio del capital.»
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