«Los
lobbies neoconservadores aseguran que el cambio climático es un caballo
de Troya verde con la barriga llena de doctrina socioeconómica roja y Naomi Klein
está de acuerdo con ellos. La autora de ‘No Logo’ (2000) y ‘La doctrina
del shock’ (2007) cierra su trilogía contra el capitalismo con un
ensayo sobre el cambio climático.
“Todas
las negociaciones sobre el clima presentan trilemas, no dilemas -decía
hace unas semanas el ministro de Desarrollo Rural de India, Jairam
Ramesh, en un evento paralelo al Foro Económico Mundial de Davos-.
Tienes que conseguir algo que sea políticamente posible, económicamente
deseable y además óptimo para el medio ambiente”. En su último libro, Esto lo cambia todo,
Naomi Klein asegura que no se trata de un trilema sino de una
contradicción. “Óptimo para el medio ambiente” y “económicamente
deseable” son conceptos autoexcluyentes, al menos dentro del modelo
capitalista.
“Lo que necesita el clima para evitar el colapso es una contracción en el consumo de recursos, lo que necesita nuestro modelo económico actual es expansión sin trabas -explica Klein en su libro-. Sólo uno de estos modelos se puede cambiar, y no son las leyes de la naturaleza”. Esa contradicción es la culpable de que, después de 20 años de negociaciones y acuerdos para proteger el medio ambiente, las emisiones hayan crecido un 61%, una catástrofe ecológica irreparable y posiblemente irreversible. Es precisamente la inminencia de esa catástrofe lo que convierte la lucha contra el cambio climático “sin duda en el mejor argumento que ha habido nunca para cambiar de modelo”.
“El movimiento contra el cambio climático ofrece una narrativa fuerte en la que aspectos como la lucha por un trabajo digno y la justicia para inmigrantes hasta las reparaciones por perjuicios históricos como la esclavitud y el colonialismo pueden ser parte del gran proyecto de construcción de una nueva economía, no tóxica, a prueba de shocks, antes de que sea demasiado tarde”.
“Lo que necesita el clima para evitar el colapso es una contracción en el consumo de recursos, lo que necesita nuestro modelo económico actual es expansión sin trabas -explica Klein en su libro-. Sólo uno de estos modelos se puede cambiar, y no son las leyes de la naturaleza”. Esa contradicción es la culpable de que, después de 20 años de negociaciones y acuerdos para proteger el medio ambiente, las emisiones hayan crecido un 61%, una catástrofe ecológica irreparable y posiblemente irreversible. Es precisamente la inminencia de esa catástrofe lo que convierte la lucha contra el cambio climático “sin duda en el mejor argumento que ha habido nunca para cambiar de modelo”.
“El movimiento contra el cambio climático ofrece una narrativa fuerte en la que aspectos como la lucha por un trabajo digno y la justicia para inmigrantes hasta las reparaciones por perjuicios históricos como la esclavitud y el colonialismo pueden ser parte del gran proyecto de construcción de una nueva economía, no tóxica, a prueba de shocks, antes de que sea demasiado tarde”.
Las
soluciones de Klein son vieja escuela: cambio a energías renovables,
fomento del transporte público sobre el coche y del tren sobre el avión.
Rediseño de las ciudades para la reducción del uso del coche, paquetes
de ayuda para los desastres que están por venir. Agroecología.
Regulación. Un plan Marshall para salvar la tierra. Pero toda su
estrategia está centrada en los movimientos sociales.
¿Fue esto lo que aprendimos después del fiasco de Copenhague?
Copenhague
fue un fiasco. No sólo porque no conseguimos sustituir los protocolos
de Kioto por otros más duros, incluyendo consecuencias para aquellos
gobiernos que no cumplen los objetivos pactados. Los científicos
aseguran que el margen acordado de dos grados de temperatura es una
cifra demasiado alta. Los delegados africanos se opusieron frontalmente a
este acuerdo porque esos dos grados en Europa, en partes de África
serían probablemente 3,5, y esto sería devastador. Los niveles del
océano subirían, tragándose islas y varios países quedarían sepultados
bajo el nivel del mar. Peor aún, el acuerdo ni siquiera es coercitivo.
Pienso
que la razón principal del fiasco no fueron sólo los lobbies sino
también la actitud. Los países afectados adoptaban una posición
suplicante, suplicando a Obama y Merkel que por favor hicieran algo para
cambiar la situación. Creo que desde entonces ha habido un cambio
sustancial en el movimiento contra el cambio climático. Han entendido
que el liderazgo debe crecer desde abajo y presionar a los líderes, no
tanto para que firmen acuerdos sino para que incorporen los cambios
necesarios a su agenda política.
Allí fue donde se puso la fecha límite de 2017. ¿Es realmente significativa?
2017
es la fecha que estableció la Agencia Internacional de Energía para dar
la vuelta al proceso de destrucción del planeta. Después de esa fecha
será mucho más difícil permanecer por debajo de los dos grados de
temperatura que se acordaron en la cumbre de Copenhague. Lo que la
Agencia dice es que seguimos construyendo infraestructuras para el
mercado de los combustibles fósiles. Estas infraestructuras están
fuertemente subvencionadas con dinero público y están diseñadas para
durar otros 50 años, contraviniendo todos los buenos propósitos de estos
encuentros.
Por
eso el movimiento contra el cambio climático está tan preocupado por
las infraestructuras, como los proyectos para conducir arenas
bituminosas desde Alberta. Estos conductos están diseñados para durar
varias décadas y, una vez hayan sido construidos, será imposible impedir
que fluya por ellos el alquitrán.
¿Espera grandes cambios en la XXI Conferencia sobre Cambio Climático en París?
¿Espera grandes cambios en la XXI Conferencia sobre Cambio Climático en París?
Francia
es un país fuertemente nuclear, con un montón de compañías de agua
privadas y todo esto será presentado como soluciones al cambio
climático. Privatización de agua, cultivo de transgénicos. Por eso ya no
basta con decir que necesitamos que se haga algoporque hay muchas compañías haciendo algo. Ese algo tiene que ser justo y tiene que ser apropiado.
En el antepenúltimo capítulo de La doctrina del shock
hablo precisamente de lo que sucedió después del huracán Katrina, una
catástrofe producida por el cambio climático, porque cuando los océanos
se calientan el resultado son huracanes más fuertes. Es un caso ejemplar de la doctrina:
hoy Nueva Orleans tiene el sistema educativo más privatizado de Estados
Unidos, ha cerrado todos los proyectos de viviendas de protección
oficial y han tirado casas que no estaban dañadas para poner zonas
residenciales de lujo y cadenas hoteleras.
Usted
dice que el principal obstáculo contra el movimiento no son los
negacionistas del Tea Party ni las fundaciones neoconservadoras creadas y
patrocinadas por las grandes empresas petrolíferas, sino “el fetiche
del centrismo” que afecta a gran parte de la izquierda: la idea de ser
razonable, ser profesional, saber negociar y no perder la calma.
Esta actitud es especialmente predominante en los medios de comunicación, donde tienes a grandes columnistas que se enorgullecen de ser capaces de llegar a un punto medio y encuentran que cualquier reacción extrema es mala. El problema con el cambio climático es que, en los últimos 20 años, nos hemos quedado sin opciones. Nos encaminamos hacia un futuro muy extremo y las únicas medidas que podemos tomar son también extremas. Por eso se nos ocurrenplanes disparatados de geoingeniería, como lanzar millones de pequeños espejos al espacio para tratar de bloquear el Sol. Nos parece más fácil hacer eso que poner paneles solares en todos los tejados de Norteamérica.
Una de las partes más interesantes del libro es el repaso que hace a esas soluciones científicas y otros mitos de salvación que nos contamos a nosotros mismos como excusa para no hacer nada. Desde el optimista “que nos salven los científicos” al nihilista “ya no hay nada que hacer”, parece guardar un lugar especial en su corazón para el “que nos salven los multimillonarios”. Concretamente, gente como Bill Gates y Richard Branson.
Esta actitud es especialmente predominante en los medios de comunicación, donde tienes a grandes columnistas que se enorgullecen de ser capaces de llegar a un punto medio y encuentran que cualquier reacción extrema es mala. El problema con el cambio climático es que, en los últimos 20 años, nos hemos quedado sin opciones. Nos encaminamos hacia un futuro muy extremo y las únicas medidas que podemos tomar son también extremas. Por eso se nos ocurrenplanes disparatados de geoingeniería, como lanzar millones de pequeños espejos al espacio para tratar de bloquear el Sol. Nos parece más fácil hacer eso que poner paneles solares en todos los tejados de Norteamérica.
Una de las partes más interesantes del libro es el repaso que hace a esas soluciones científicas y otros mitos de salvación que nos contamos a nosotros mismos como excusa para no hacer nada. Desde el optimista “que nos salven los científicos” al nihilista “ya no hay nada que hacer”, parece guardar un lugar especial en su corazón para el “que nos salven los multimillonarios”. Concretamente, gente como Bill Gates y Richard Branson.
[Nota:
La fundación Gates patrocina varios grupos medioambientales, pero al
mismo tiempo Bill Gates invierte en BP y ExxonMobil (1.200 millones de
dólares en 2013). Richard Branson, dueño de la compañía de aviones
Virgin, vio la luz después de una charla con Al Gore y prometió invertir
3.000 millones de dólares en la búsqueda de soluciones energéticas
sostenibles para su negocio. También creó un premio de 25 millones de
dólares para la tecnología capaz de eliminar de manera segura los 1.000
millones de toneladas de carbono que sus aviones generan cada año y
hasta fundó una ONG, Carbon War Room, que busca soluciones al cambio
climático. Seis años más tarde, la inversión se ha quedado en un 10% de
lo prometido, sin ninguna solución a la vista. Mientras tanto, las
emisiones de Virgin han subido un 40%.]
El principio de que aquellos que más contaminan deberían hacerse responsables de buscar maneras de limpiar es una gran idea, pero hacerlo de manera voluntaria, por su buen corazón, es un problema. La deuda verde hay que legislarla, como hicimos en EEUU con la Superfund Act en 1980, el último trozo de legislación verde antes de la era Reagan. Era una tasa que debían pagar las industrias más sucias para limpiar su propio estropicio. Creo que ese debería ser el principio de nuestra transición de los combustibles fósiles. Muy buena idea la del señor Branson pero ahora tenemos que legislarlo, no puede ser voluntario. Y tiene que ser contrastado: no tiene sentido que seamos yo y mi equipo los que vayamos a ver si Richard Branson ha cumplido su promesa. Por la que recibió, por cierto, millones de dólares en publicidad. [Nota: Y no cumplió]
Branson hizo su promesa en la Clinton Global Iniciative y esto es lo que pasa todos los años allí. Es una reunión de ricos donde todos los años llegan críos que prometen salvar al mundo de la malaria, del sida y de otras amenazas con una App. Y nadie se ocupa de mirar qué ha pasado con estos proyectos, y si se ha hecho algo con el dinero invertido. Lo que demuestra el ejemplo de Branson es la falacia de esta “era de la filantropía” que nace del capitalismo y pertenece a él.
Hipocresía o esquizofrenia, no es la única paradoja que se destaca en el libro. Los países más avanzados en materia de energía verde, como Alemania y Finlandia, son los mismos que explotan recursos negros en otros lugares, la nueva ola de colonialismo energético que destruye los últimos pulmones y riñones del planeta, del África al Amazonas pasando por la India. Y el concepto de la deuda verde ha fallado a los países bolivarianos, que han emprendido una política de extracciones. Especialmente el caso de Ecuador que, a pesar de su Plan Nacional para el Buen Vivir, ha empezado a extraer en el Yasuní, el único tramo de la Amazonía ecuatoriana que estaba libre de extracción petrolera.
Son paisajes muy complejos. En sus primeras elecciones, Rafael Correa tuvo el apoyo del movimiento indígena y su gobierno debía reflejar ese apoyo. Hubo una asamblea constitucional en la que se constituyó ese Plan Nacional del Buen Vivir. No fue Correa sino la asamblea la que escribió esta constitución y, aunque no era perfecta, es al menos más inclusiva que la democracia participativa que hay en la mayor parte de los países.
El principio de que aquellos que más contaminan deberían hacerse responsables de buscar maneras de limpiar es una gran idea, pero hacerlo de manera voluntaria, por su buen corazón, es un problema. La deuda verde hay que legislarla, como hicimos en EEUU con la Superfund Act en 1980, el último trozo de legislación verde antes de la era Reagan. Era una tasa que debían pagar las industrias más sucias para limpiar su propio estropicio. Creo que ese debería ser el principio de nuestra transición de los combustibles fósiles. Muy buena idea la del señor Branson pero ahora tenemos que legislarlo, no puede ser voluntario. Y tiene que ser contrastado: no tiene sentido que seamos yo y mi equipo los que vayamos a ver si Richard Branson ha cumplido su promesa. Por la que recibió, por cierto, millones de dólares en publicidad. [Nota: Y no cumplió]
Branson hizo su promesa en la Clinton Global Iniciative y esto es lo que pasa todos los años allí. Es una reunión de ricos donde todos los años llegan críos que prometen salvar al mundo de la malaria, del sida y de otras amenazas con una App. Y nadie se ocupa de mirar qué ha pasado con estos proyectos, y si se ha hecho algo con el dinero invertido. Lo que demuestra el ejemplo de Branson es la falacia de esta “era de la filantropía” que nace del capitalismo y pertenece a él.
Hipocresía o esquizofrenia, no es la única paradoja que se destaca en el libro. Los países más avanzados en materia de energía verde, como Alemania y Finlandia, son los mismos que explotan recursos negros en otros lugares, la nueva ola de colonialismo energético que destruye los últimos pulmones y riñones del planeta, del África al Amazonas pasando por la India. Y el concepto de la deuda verde ha fallado a los países bolivarianos, que han emprendido una política de extracciones. Especialmente el caso de Ecuador que, a pesar de su Plan Nacional para el Buen Vivir, ha empezado a extraer en el Yasuní, el único tramo de la Amazonía ecuatoriana que estaba libre de extracción petrolera.
Son paisajes muy complejos. En sus primeras elecciones, Rafael Correa tuvo el apoyo del movimiento indígena y su gobierno debía reflejar ese apoyo. Hubo una asamblea constitucional en la que se constituyó ese Plan Nacional del Buen Vivir. No fue Correa sino la asamblea la que escribió esta constitución y, aunque no era perfecta, es al menos más inclusiva que la democracia participativa que hay en la mayor parte de los países.
Casi
inmediatamente, el gobierno de Correa entró en conflicto con las partes
de esa constitución que estaban en contra de la extracción. Y Correa,
que siempre ha sido un progresista tradicional, jugó con la idea de la
deuda ecológica, que también vino de las bases y ese modelo de proteger
el Parque Nacional de Yasuní.
El
grupo medioambiental Acción Ecológica tuvo la idea de hacer que el
planeta entero ayudara a Ecuador a mantener el Yasuní libre de
extracciones, por ser un patrimonio de la humanidad. Correa recogió el
guante y creó una fundación en la que el resto de los países podría
contribuir, no con todo el dinero que habrían ganado extrayendo el
petróleo sino la mitad. El gobierno ecuatoriano pondría el resto. Fue
una propuesta visionaria, pero el resto del planeta no respondió y
Correa dijo a la mierda. Y procedió a la extracción.
Brasil, que no tiene un plan del buen vivir, se ha convertido en la superpotencia de Sudamérica gracias a su política de extracción pero también a su industria ganadera, una industria que por cierto contribuye más al cambio climático que todas las demás juntas. Usted argumenta que las soluciones individuales no bastan pero es nuestro gusto cultural por la proteína animal -cuyo consumo hemos cuadruplicado en los últimos 70 años- el que produce más emisiones que los coches, los aviones y las fábricas juntos. ¿Por qué no ocupa más espacio en su libro?[...]»
Brasil, que no tiene un plan del buen vivir, se ha convertido en la superpotencia de Sudamérica gracias a su política de extracción pero también a su industria ganadera, una industria que por cierto contribuye más al cambio climático que todas las demás juntas. Usted argumenta que las soluciones individuales no bastan pero es nuestro gusto cultural por la proteína animal -cuyo consumo hemos cuadruplicado en los últimos 70 años- el que produce más emisiones que los coches, los aviones y las fábricas juntos. ¿Por qué no ocupa más espacio en su libro?[...]»
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