«Encabezar
estas notas con este titular puede interpretarse como un empecinamiento
en negar la evidencia estadística. El producto interior bruto (PIB) ha
aumentado en 2014 un 1,4% (después de tres años consecutivos de
recesión) y las previsiones para los próximos ejercicios apuntan al
mantenimiento o mejora del ritmo de crecimiento.
Pasaré por
alto que un buen número de economistas, centros de investigación y
agencias internacionales advierten sobre la debilidad del crecimiento
actual y las incertidumbres que ensombrecen su evolución futura, en el
conjunto de la Unión Europa (UE) y muy especialmente en las economías
que conforman su cinturón periférico. En este sentido, no son pocos los
trabajos que, por ejemplo, anticipan una senda de crecimiento moderado,
muy lejos de los ritmos cosechados antes del crack financiero, sin
descartarse la aparición de nuevos episodios recesivos.
Me
centraré en estas líneas en una cuestión asimismo crucial, que se olvida
con demasiada frecuencia: la recuperación de la actividad económica
sólo se legitimará, y sólo será viable, si alcanza a la mayoría de la
población. Lo olvidan, por ejemplo, quienes enfatizan que en los últimos
tiempos se ha creado empleo, ocultando que, si se compara con el
destruido desde que comenzó la crisis –no lo olvidemos, por culpa de las
políticas aplicadas por el gobierno del Partido Popular- apenas hemos
empezado a dar los primeros pasos y que las tasas de desempleo todavía
se encuentran en cotas históricas. Se oculta asimismo que la mayor parte
de los nuevos contratos son precarios y que los salarios percibidos por
ellos son muy bajos.
No es
extraño que los “profetas de la recuperación” procedan con este sesgo.
Ya divisaban la luz al final del túnel cuando nuestra economía estaba
inmersa en una profunda contracción. Se las ingeniaban para encontrar
indicios, por tenues e inconsistentes que fueran, que apuntaban en la
dirección de la buena nueva. No importaba que el desempleo y la pobreza
aumentaran o que la producción manufacturera y la inversión se
desplomaran. Siempre se podía comparar algún dato aislado, seleccionado
con pinzas, con el de algún mes, trimestre, año o quinquenio que
justificara su posición.
Pero volviendo a la cuestión que nos ocupa, ¿Hay alguna razón para suponer que la (incipiente y frágil) recuperación actual llegará a la gente? Esta pregunta es, para los economistas cómodamente instalados en el discurso convencional, retórica. Carece de sentido y sólo puede formularse por gente recalcitrante e ignorante que desconoce un principio básico del engranaje económico: el crecimiento, si se mantiene en el tiempo y si es suficientemente intenso, es un juego de suma positiva donde todos ganan, en mayor o menor medida.
Pero volviendo a la cuestión que nos ocupa, ¿Hay alguna razón para suponer que la (incipiente y frágil) recuperación actual llegará a la gente? Esta pregunta es, para los economistas cómodamente instalados en el discurso convencional, retórica. Carece de sentido y sólo puede formularse por gente recalcitrante e ignorante que desconoce un principio básico del engranaje económico: el crecimiento, si se mantiene en el tiempo y si es suficientemente intenso, es un juego de suma positiva donde todos ganan, en mayor o menor medida.
¡Qué mal
encaja este supuesto (verdadero dogma de fe de la corriente académica
dominante) con lo acontecido en las economías europeas durante las
últimas décadas! Desde que la doctrina neoliberal, y la constelación de
intereses que la encumbró, se apoderó de la agenda política y económica
de la UE imponiendo su ley y su lógica a diestro y siniestro (léase esto
literalmente) los salarios de la mayor parte de los trabajadores han
tendido hacia el estancamiento y cuando han progresado lo han hecho por
debajo de la productividad del trabajo. También cobró cuerpo en ese
periodo la categoría de trabajadores pobres, cuestionando el mantra mil
veces repetido por las patronales y los gobiernos de turno (¡ay, también
por los dirigidos por partidos socialistas!) de que disponer de un
empleo era un camino seguro para salir de la pobreza.
¿Por qué
razón pensar que las cosas serán distintas ahora? Todo lo contrario. Las
condiciones económicas, políticas e institucionales benefician, mucho
más que antes, al poder. La crisis y, por ser más preciso, la gestión
que han hecho de la misma las elites políticas y las oligarquías
industriales, comerciales y financieras (las diferencias entre unas y
otras son cada vez más tenues, al tiempo que las redes que articulan sus
intereses ganan en densidad y opacidad) se han llevado por delante los
consensos y las instituciones que justificaban y hacían posible las
políticas redistributivas.
Aquel proyecto europeo que operaba sobre la base de un inestable y crecientemente debilitado equilibrio entre las instituciones y los mercados, entre el capital y el trabajo forma parte del pasado. Los años de crisis han sido el escenario de una ofensiva en toda regla llevada a cabo desde el poder económico y político destinada a trasladar a la población los costes de la misma (objetivo inmediato) y a refundar el capitalismo y el propio proyecto europeo, reorganizando y recomponiendo las relaciones de poder en su exclusivo beneficio (objetivo estratégico).
Aquel proyecto europeo que operaba sobre la base de un inestable y crecientemente debilitado equilibrio entre las instituciones y los mercados, entre el capital y el trabajo forma parte del pasado. Los años de crisis han sido el escenario de una ofensiva en toda regla llevada a cabo desde el poder económico y político destinada a trasladar a la población los costes de la misma (objetivo inmediato) y a refundar el capitalismo y el propio proyecto europeo, reorganizando y recomponiendo las relaciones de poder en su exclusivo beneficio (objetivo estratégico).
Ofensiva
en todos los frentes, incluido el del lenguaje. Con la habilidad de los
trileros más expertos, y con el inestimable concurso de los grandes
medios de comunicación, se ha colado un diagnóstico tan erróneo como
interesado. Una crisis provocada por la financiarización de los procesos
económicos, los desequilibrios productivos y comerciales, la
desigualdad y una unión monetaria lastrada desde el comienzo por los
intereses de las grandes potencias, la industria financiera y las
grandes corporaciones ha quedado convertida en una crisis atribuida al
desgobierno de las cuentas públicas y al excesivo aumento de los costes
laborales. Nos han dado y nos continúan dando gato por liebre.
A partir
de este diagnóstico que reparte la responsabilidad de la Gran Recesión
entre el Estado y los salarios se ha construido un relato con un
lenguaje plagado de lugares comunes, sustentado en el conocido “hemos
vivido por encima de nuestras posibilidades” para concluir en que, como
consecuencia de esta desmesura, tocaba “apretarse el cinturón”. La
política económica seguida ha sido la derivada lógica de ese diagnóstico
y de ese relato pervertido e interesado. Ahora bien, la minoría que
ocupaba una posición privilegiada en la estructura social ha continuado
disfrutando, sin ningún sobresalto, de ese estatus. Los ricos se han
hecho más ricos, para ellos no ha habido austeridad.
Desde las filas de la economía crítica a menudo se pone el acento en el fracaso del denominado “austericidio”. Es verdad, no se han alcanzado buena parte de los objetivos que justificaban las políticas de rigor presupuestario y de devaluación salarial. Pero desde otra perspectiva, decisiva en mi opinión, esas políticas han sido un éxito rotundo.
Desde las filas de la economía crítica a menudo se pone el acento en el fracaso del denominado “austericidio”. Es verdad, no se han alcanzado buena parte de los objetivos que justificaban las políticas de rigor presupuestario y de devaluación salarial. Pero desde otra perspectiva, decisiva en mi opinión, esas políticas han sido un éxito rotundo.
El triunfo
de un relato. El Estado ha quedado estigmatizado como ineficiente
frente a la racionalidad del mercado, la contención salarial se ha
legitimado en nombre de la creación de empleo y del fortalecimiento de
las capacidades competitivas, y la estabilidad presupuestaria se ha
convertido en un principio sacrosanto de la política económica.
Pero
también el triunfo de una estrategia que ha consistido en el
desmantelamiento de los cimientos de los estados de bienestar y en la
mercantilización de espacios públicos que antes operaban bajo la lógica
del interés social; y el aumento de los márgenes empresariales, por
medio de la erosión de la negociación colectiva, la reducción de los
salarios nominales, la prolongación de las jornadas laborales y la
intensificación de los ritmos de trabajo.[...]»
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